Verdades y mentiras. Propias y ajenas. Grandes y
chiquitas. Ambas cosas, la verdad y la mentira, si te descuidas son capaces de
provocar el mismo efecto. Dependiendo de la manera de decirlas. Una verdad
dicha de una manera grotesca puede lastimar como cuando una mentira queda
expuesta. Igualmente en mi caso prefiero la verdad, dura, cruel, sin reveses.
Si tiene que doler, que duela. De una sola vez, que al atravesar el dolor esa
verdad ya no dolerá tanto. En cambio una mentira por muy inocente que parezca siempre
deja marcas, siempre deja abierta la duda una vez descubierta.
La mentira es un clásico en muchos momentos de la
vida. Es más, crecemos rodeados de mentiras blancas o inocente aparentemente.
Los Reyes Magos, Papá Noel, el Ratón Pérez, los finales felices de los cuentos
de Disney. Ay Disney si volvieras a vivir te desearía la muerte!
Así vamos creciendo y encontrando mentiras a diestra
y siniestra. Vendedores que nos aseguran que la ropa nos queda pintada, con tal
de vender. Quemadores de grasa que nos harán ver las abdominales que solo
volviendo a nacer vamos a lucir. Amantes que nos bajan en cielo para tenernos
por un rato.
Pero de todas las mentiras, la peor es la que nos
decimos a nosotros mismos. Cuando conociendo la verdad, nos repetimos una
mentira. Sabemos de ante mano que ese pantalón que esta temporada no nos entró,
lamentablemente ya no nos va a entrar. Pero así y todo lo guardamos porque el
año que viene vamos a estar más flacos. Y ese flaco que nos trae como en el
aire, no va a cambiar por nosotros. Y sabemos de ante mano, que nuestro amante
maravilloso no va dejar a su pareja, sabemos que el “nos llevamos mal pero
seguimos juntos” es un verso más viejo que el mundo. Pero muchas veces
preferimos una mentira que nos haga feliz aunque más no sea por unos segundos.
“Verdades y mentiras. Verdad es la que te dice la
báscula. Verdad es lo que dice Dios de ti.”
Alito
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